martes, 8 de abril de 2025

Dulcinea

Dulcinea

Que me perdone Don Miguel de Cervantes por el estropicio que de sus personajes hago, pero es que me tropecé con doña Dulcinea recogiendo las gavillas del campo, un día soleado donde la Mancha de sudor todo el cuerpo mancha, le eché una mano, entretanto hablábamos. Me habló del famoso caballero nominado don Quijote y su escudero Sancho. A él, don Quijote, le llama “el caballero con armadura de hojalata”, oxidada en doquier, la lanza son punta de acero, sólo la madera y algo de madera que la carcoma no alcanzaba, la ropa roída por las ratas, muy tiesa, por no lavarla. La espada, también llena de óxido, mellada por ambos filos, decía que esa tarea era de Sancho, pero éste siempre estaba ocupado en encontrar comida para Rocinante y su Señor, para él también, no se saltaba un buen manjar, aunque de pobre fuera.

Me decía, que estaba loco de remate, cegato, pues confundía los molinos con gigantes, no por su locura, sino por su mala visión. Me adoraba, no por mi belleza, que más parezco una bruja de esas de edad indefinida, muy difícil definir mi rostro, pero, como siempre llevaba ropas de colores chillones, pensaba que era una jovenzuela guapa. Se ponía muy pesado, conquistarme quería, mas yo no quería que me conquistara, simplemente quería vivir mi vida, tal como estaba.

Sancho, un hombre cuerdo que nada del famoso caballero entendía, lo acompañaba por compasión, no fuera a meterse en líos, cosa que cada dos por tres sí hacía.

Rocinante, flaco, como su amo, sólo llegaba a la poca paja con raíces que encontraba, el grano jamás lo veía, ni lo cataba.

Llegó la tarde, terminamos con las últimas gavillas, nos separamos, siguiendo yo mi camino y Dulcinea el suyo, tampoco le pregunté dónde estaba su casa.

Toni Oliver



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