Saltaron las alarmas
Saltaron las alarmas de la tétrica casa al final de la calle. Se escuchaban las sirenas del domicilio, también las de la policía, oscuro el camino, iluminado con la sola luz de las estrellas y la de la ausente luna.
Para el barrio era la casa del miedo, por las noches bandadas de negros murciélagos salían de una de sus torres rumbo a quien sabe donde, al amanecer, un poco antes del alba se escuchaba el aleteo y la vuelta de las oscuras aves.
La gente, miedo tenía, nunca se vio a sus habitantes, sólo vehículos oscuros salían de dentro el garaje, por las rendijas se apreciaban grandes perros, imposible adivinar la raza, siempre silenciosos, jamás ladraban.
Hoy, tras sonar las alarmas, ladraban sin parar, concierto perruno elevado a su máxima expresión. Estaba claro que algo grave ahí dentro pasaba, pero nadie era capaz de adivinar lo que estaba sucediendo.
Llegó la policía, se abrieron las puertas, entraron, se volvieron a cerrar, al poco tiempo, los perros, ya callados, volvió el silencio, sólo roto por el volar de los murciélagos entre la oscuridad de la noche.
Al cabo de unas horas se vieron unos coches, parecían los de la policía, con las luces apagadas, saliendo de dentro el garaje. Todo el barrio preguntándose por lo sucedido, nadie acertaba con una lógica respuesta.
Mientras, en un callejón cercano, una pareja de jovenzuelos enamorados no se apartaban de sus propios labios y las manos inquietas jugando por todos lados, explorando la incertidumbre de los cuerpos y del sexo prohibido por los adultos y las autoridades locales.
Se escuchaban gemidos en el callejón entre el silencio de la noche, nadie salió a la calle, el miedo en los cuerpos de la gente impedía que salieran para mirar lo que estaba pasando, a lo lejos, el ruido lejano de los coches que se iban alejando.
Por la mañana, con el sol apareciendo por el horizonte, un fuerte estruendo al final de la calle, una nube de polvo se elevaba y esparcía por todo el pueblo mientras volvía a reinar el silencio. Como el mismo sol, poco a poco fue saliendo la gente, simplemente curiosos, no parecían tener ganas de saber lo ocurrido, les seguía gobernando el miedo.
Los murciélagos, se iban esparciendo por todas las casas, buscando los agujeros donde esconderse de la diurna luz, el pueblo, aterrado, atribuían a los pájaros un muy mal agüero, los vecinos no se hablaban, solo miradas perdidas, sin esperar respuesta, retrocedieron a sus hogares, cerrando a cal y canto.
La parejita, despistada, medio desvestida, colocándose las ropas, sin enterarse de nada, siguieron a la gente, sus pasos, sin preguntas, callados...
Toni Oliver
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