LA VI
Mi puñetera cabeza, de fantasías y falsas historias.
La vi, ahí estaba ella, no podía apartar la mirada, seguía sus
pasos, su respiración, hasta que desaparecía detrás de alguna
estantería, no podía seguirla en la distancia. Mi mente daba
vueltas y más vueltas entre abandonar o acercarme a ella, provocar un encuentro «fortuito», presentarme como si hubiera
sido un accidente, o seguirla, silente, a cierta distancia como si
fuera un agente de la CIA para presentar algún informe.
Mientras mi mente divagaba
la vi a ella, con su pelo rizado
que al ir avanzando con sus pasos
se levantaba al viento como si fuera un cometa.
Pelo moreno, largo, con sus rizos alborotados;
paso firme mientras va avanzando,
dubitativo cuando se para en algún lado.
En mi mente una maraña impertinente
de pensamientos impuros.
Quizás no sean tan impuros, sino auténticamente puros por ese animal salvaje que se concentra en mis genes como la leche condensada que se inventaron para encerrarla en una lata de metal para que no salga esa fiera, y cuando revienta o se abre con el roce de las miradas...
Aparecen los instintos concentrados
obcecándose los ojos en mirarla,
desearla como si otra cosa no hubiera en el universo
más que ella, ella, ella, ella, ella;
sin poder olvidar la estructura de su cuerpo,
ese pelo que en la distancia me enamora,
deseoso de ver sus ojos frente a frente…
Decidí adelantarme a sus pasos, necesitaba ver sus ojos, esa parte que tanto me encanta al tiempo que me enamora. Dicen que los ojos hablan entre el silencio y a mí me encanta ese diálogo sin palabras donde el cuerpo se estremece, no por fiebre, sino por la tontería de cuando uno se enamora, y no sabe cómo reaccionar ni expresar lo que uno siente, esa incertidumbre donde se juega el todo o nada.
Eso mismo me pasaba, si la encuentro de frente qué le digo, cómo empiezo una conversación sin olvidar todas las preguntas pertinentes que se pasean entre esa maraña de pensamientos que hay en mi cerebro, mientras la maraña se hace más grande, inmensa, y peligra el éxito de lo que estoy buscando.
Intento tirar un poco del hilo de mis líos mentales, ¿está casada? ¿Tiene pareja? ¿Me mandará al carajo si le digo que me gusta? Solo queda sacar al poeta para que no se líe más el ovillo.
Qué pensará si le digo que me gusta
y si le digo: «te quiero,
qué bonitos ojos tienes,
me encanta tu pelo,
y qué decir de tu sonrisa,
que me enamora y provoca la mía
haciendo que se convierta en perpetua;
no puedo eliminarla de mi rostro mientas la tengas en el tuyo,
promoviendo la locura de mi ya loco cerebro
que hace tiempo perdió la cordura,
desde en el momento en que te vi allá a lo lejos,
aunque ya de mí nada entiendo».
Todavía no he podido ver sus ojos, me vuelven loco y no los conozco. Qué sucederá cuando los vea frente a frente, ni idea, solo sé que continúo siguiéndola de lejos y la veo de espaldas dirigiéndose a la zona de lencería y productos eróticos. Tengo que seguir andando detrás de ella para verle la cara en algún momento. La necesito, ya no su cara, sino toda ella.
Está mirando la lencería, roja, negra, de encaje… De lejos parece como si fuera de cera, minúscula toda ella. La parte inferior y la de arriba de gran tamaño, y cuando la coge con sus manos, estas son minúsculas al lado de los soportes mamarios. Desde la distancia se ven esas manos suaves, con las uñas bien pintadas de un color nacarado con puntitos brillantes que van destellando ante mis ojos.
Ese nácar brillante
que se desprende de tus dedos
con el parpadeo de las estrellas
que me deslumbran cuando te veo,
me enamoran, aún sin conocerte en mí.
El miedo indescriptible,
absurdo como todos ellos,
a perderte y tener que abrazar la ausencia
en lugar de tu presencia,
donde el corazón late con más fuerza
locomotora, imparable cuando
poco a poco sintoniza con el tuyo,
sincronizando las frecuencias y
latiendo al unísono.
Como nuestros ojos cuando parpadean,
sin notar cuándo se abren o se cierran
en el incesante parpadeo,
ese diálogo entre pupilas,
ambas pícaras, deseosas
de entrar en esas zonas oscuras
donde trascienden las caricias,
haciendo que tiemblen la piel
el cuerpo y el alma,
sin vergüenza alguna,
al contrario de esa que siento
ahora para mirarte a la cara y decirte que me gustas.
Entre pensamiento y pensamiento, desapareció de mi vista, quedándose en mi mente. Estaba desolado, triste, tanto que salí de la tienda, cabizbajo, peleándome con mi cabeza por hacer el gilipollas, por no atreverme a enfrentarme a mis miedos y sacar el coraje para salir adelante, olvidándome de ese tímido personaje que se pierde entre vanos pensamientos dejando la realidad existente.
Pobre de mí,
cobarde, sin agallas
para enfrentar la vida,
prefiriendo pelear ante un ejército
que decirle te quiero a esa persona que te gusta.
Prefiero hundirme en el barrizal
antes que subir al cielo pasando por los infiernos;
los del placer prohibido,
los de los sentimientos intensos,
esos que te enervan,
que se sienten con el alma y el cuerpo,
y de los que no hablan los diccionarios.
solo algunos libros locos escritos para unos pocos,
leídos por muchos menos.
Esos infiernos que cuando entras en ellos
no quieres salir y aunque las fuerzas de seguridad te saquen,
vuelves, pues sin ellos la vida no vale la pena.
Es un viaje para vivientes muertos.
Estaba sentado sobre un pilón de esos de cemento que separan las zonas del aparcamiento de los caminos marcados para que circulen los coches, justo al lado de un paso cebra que unía este con el supermercado. Seguía absorto en mis pensamientos, casi diría que los tenía en blanco, uno de esos momentos en que ya no piensas en nada y apenas te enteras de lo que pasa a tu alrededor, como si estuvieras en una isla en medio del océano donde nadie te estorba la vista.
De pronto escucho que algo se cae a mis pies, lo observo: un paquete de preservativos. Lo recojo, levanto la mirada y ahí estaba ella de nuevo. Esa vez nos veíamos las caras, unos ojos negros, grandes, brillantes, me veía reflejado en ellos como si fueran un espejo cóncavo con mi figura deformada; me veía delgado, y eso que siempre he estado con unos kilitos de más...
Su voz diciéndome que si le puedo dar lo que se le ha caído, y yo, todavía atontado, con la mano temblorosa, le acerco la caja mientras de sus labios sale una gran sonrisa de la que se contagiaron los míos.
Ella agarró la caja y yo, como atontado, no la soltaba, la mano me temblaba de tener la suya justo a unos milímetros de la mía, hasta que me dice: «la sueltas o no». Sin perder la sonrisa, la solté, la puso en la bolsa de nuevo, me dio las gracias y ante mis ojos, de nuevo, desapareció.
Mi cuerpo temblaba, no entendía nada, es como si estuviera con fiebre. Me volví a sentar sobre el pilón, estaba tan atontado que no tenía ningún reflejo para reaccionar y me entraron ganas de llorar; mientras, por otro lado, me contenía, pero no podía ni hablar, si lo hacía se me entrecortaban las palabras y mi propio cerebro, con esa vocecita que tiene cabreada, diciéndome: «tonto, imbécil, idiota» y otros calificativos que no quiero ni recordar.
La miré a los ojos
como el azabache, negros,
con su brillo alumbrando más que el sol,
cegando los míos, hipnotizándolos.
Ella, joven, alta, imponente
en los mejores momentos de la vida;
yo, tímido con una gran colección de años
colgados de las paredes del pasado,
una mente viva con ganas de vivir,
un cerebro tímido que me estafa
usando el autoengaño.
A veces lo maldigo,
luego recuerdo que él y yo somos el mismo,
vuelvo de nuevo a sus ojos
y ahí me veo bello, esbelto,
al tiempo que de ellos me enamoro
como un colegial en un improvisado encuentro.
Me veo divagando entre ilusiones,
realidades absurdas que no entiendo
en un mundo que me invento,
quizás porque uno que me guste no lo encuentro.
A veces me siento afortunado,
con el camino trillado
o nuevos para ser explorados;
otras, todo lo contrario,
en un barrizal, hundido,
buscando una salida que no encuentro.
Y cuanto más peleo, más me hundo.
Desespero, desespero...
La vi, ahí estaba ella, tocando el piano con sus mágicos dedos, pero no, no era ella, ni su nombre se le parecía, mas era idéntica, sus gestos, sus facciones. Atontado con el divagar de las notas que salían del piano, absorto me quedé mirando su rostro, retrocediendo en el tiempo cual máquina para ello, recordando viejos tiempos. De fondo, su música, emulando la voz que salía de sus labios y que cuando escuchaba se me erizaba todo el vello, hasta el que ya no tengo.
En cada nota simulaba una escena, algunas ya olvidadas, pero recordadas en este momento en el que transportado por esas notas sacadas de las teclas e impulsado con magia por sus dedos, me recordaba cómo estos se deslizaban por toda la piel, muy despacito, acabando con la paciencia de mi mente y auo revienta o reviento, difícil explicar con palabras, cuando al final acabas con un temblor incontrolado, a lo bestia, por todo el cuerpo. Y no es temblor de frío, fiebre o algo parecido, pero te deja exhausto, con una sonrisa de lado a lado del rostro, abrazado a ella, juntando los cuerpos como si fueran una sola pieza, acabando con interminables besos de diferentes tipos: suaves, delicados, apasionados por tiempos, mordiscos que te devuelven a unos momentos anteriores ya descansados y con más fuerza, como si no hubiera mañana, que no lo ha
Retrocedí veinte años
al verte ahí enfrente,
vi este presente que me recordaba
aquel pasado encantado.
No, no eres tú, no llevas su nombre
ni sus apellidos, pero sí su belleza,
el brillo de sus ojos, un calco
tu idéntica sonrisa, esa expresión...
Ahora, mi cabeza un lío,
tu imagen en presente
idéntica a otra del pasado,
y mi mente dando vueltas
con la sonrisa de lado a lado.
Una gran diferencia:
tú ahora, joven,
yo ahora, viejo y cascado;
con una coincidencia:
antes y ahora, calvo.
Antes la tenía a mi lado,
me hacía vibrar desde adentro
y no, no era la fiebre, no temblaba,
si bien la temperatura era muy alta,
aunque no la del termómetro.
Ahora te miro como al pasado,
a sabiendas que ese presente
no ha empezado ni acabado,
simplemente inexistente,
un sueño, una ilusión.
Al darme la vuelta desapareces, cual espectro
solo en mi imaginación,
aunque esa sonrisa en mi rostro te agradezco
y la guardo en mi corazón.
Tras el sueño, al despertar al alba, los rayos de luz entraron en la habitación, a mi lado, nadie, la cama vacía y el único calor el de mi lado y el que por la ventana entraban, eso sí, todavía tímidos, filtrados por los cristales. Entre ellos, minúsculas figuras que flotaban como las estrellas del cielo, pero sin más brillo que el que el sol les aportaba, todo lo demás, puro sueño salvo la música que sí sonaba en la fiesta que había asistido. En mi mente aparecía una y otra vez, insistente, su sonrisa, sus muecas, su pelo rizado, sus ojos, su mirada, esa complicidad con solo mirarnos los rostros...
Todo se iba difuminando, como esas motas de polvo en suspensión que bailaban entre esos rayos de sol salidos de la inexistente nada. Ahí, esas minúsculas motas de polvo, se van ordenando como por arte de magia, pintando su rostro, moviendo los labios, como si me hablara. Quería preguntarle por qué me abandonó aquella mañana, silente, sin decir nada, desaparecida son dejar rastro, pero mientras me atrevía, desaparecía difuminada entre los labios, dejando un corazón palpitante que también acabó difuminado al abandonar el sol mi ventana.
La vi, balcón frente a balcón, la calle por frontera, sin barreras, pero con el vacío por delante, mientras buscaba que su mirada se cruzara con la mía, pero no, no había manera. Se rehuían las miradas, la suya con la mía y viceversa, hasta echar las cortinas para no ver dentro de nuestras casas.
Tan cerca, tan lejos, una simple calle, diez metros, un vacío, como si fuera el foso de los grandes castillos, llenos de cocodrilos u otras especies hambrientas. Ninguna más hambrienta que el hambre que de ella tengo, de conocerla y tenerla a mi lado. Cuando abro la puerta de mi balcón, ella desaparece y a la inversa.
Ella, de pelo largo, morena de pelo y de cara, perfecto su cuerpo, y de su persona no hablo, a tanto no llego. Pasan los años, pero la invisible frontera que nos separa no se derriba, solo me queda mandar versos al viento a ver su supera el muro de la alta torre del castillo, entrando por el ventanal y le puedo llegar al alma.
Toni Oliver